martes, 18 de diciembre de 2018

Número 202. Los cuatro jinetes del Apocalipsis (y II): así es la guerra

No, la Bestia no muere. Es la eterna compañera de los hombres. Se oculta chorreando sangre cuarenta años..., sesenta..., un siglo, pero reaparece. Todo lo que podemos desear es que su herida sea larga, que se esconda por mucho tiempo y no la vean nunca las generaciones que guardarán todavía nuestro recuerdo.
Tschernoff, el anarquista ruso que pone contrapunto teórico a la justificación germánica de la guerra, nos deja este pesimista futuro al final de unos de los últimos capítulos. 

Sabemos, porque lo cuentan los libros de historia, que cuando Blasco Ibáñez escribía estas palabras quedaban todavía dos años de guerra, y que luego vendrían otra y otras y a así, para entrar en el siglo XXI también en guerra, con multitud de refugiados que huyen del peligro cotidiano para caer en otros peligros aún mayores.

El telediario nos sirve a diario imágenes de cuerpos sangrantes y destrozados, hombres que corren portando camillas, caritas asustadas, mujeres horrorizadas, ancianos impotentes... 

Blasco Ibáñez incrusta a Marcel Desnoyers en el corazón de la batalla del Marne, aquella que milagrosamente frenó la marcha implacable hacia París del ejército del Káiser, y lo hace sin ahorrar efectos especiales, como si estuviéramos ante una gran superproducción de un Hollywood. Por encima de nuestras cabezas vuelan los proyectiles, mientras a ras de suelo se dispara sin piedad sobre todo lo que se mueve y se asesina a inocentes por el mero hecho de existir o de tener veinte años.  


El autor, que ya se ha situado desde el principio en el lado de los aliados, no duda en desplegar ahora toda la artillería visual y directa para justificar el enfrentamiento: «Los franceses deben defenderse», dicen los de un lado. «Los belgas nunca debieron resistirse», dicen los del otro. 

«Así es la guerra», dicen unos y otros por toda justificación.

Monolito de piedra en primer plano, en segundo un campo de trigo. En el monolito se lee: Voie Sacrée. Bar le Duc
Foto de Gvdvor (dominio público)

La guerra es cosa de hombres —«las mujeres damos paz», volví a oír ayer mismo— y aquí el autor no pretende desmentir nada. Dentro de los perfiles humanos de la novela —y no estamos ante una novela de personajes sino de acción—, los hombres hacen la guerra y las mujeres la sufren. La sufren sobre todo las mujeres del pueblo, que en la novela aparecen sin nombre  —«las criadas cobrizas»—, mientras que la clase acomodada oscila entre la frivolidad, los rezos y una tardía redención. 

Sin embargo, al final de la novela las mujeres toman un protagonismo, incluso involuntario por parte de su autor, al darles el papel de madres, de portadoras de vida frente a la muerte. 

La cámara nos lleva en la escena final a campos de labor sembrados de tumbas, muchas de ellas anónimas, por los que el arado abre nuevos surcos para recibir la nueva semilla, la vida sigue. Chichí, y hasta el nombre que ha elegido el autor para esta mujer suena ridículo, toma la iniciativa ante ese futuro que se aproxima y en el que las mujeres no pueden ser sujetos pasivos. 
Nota final: sobre lo que supuso el papel de la mujer en la I Guerra Mundial y lo que esta supuso en su papel posterior en la sociedad hay suficiente bibliografía, pero se queda fuera del ámbito del comentario a la novela.

Para el club de lectura La Acequia.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Número 201. Las modernas de Madrid o las maridas de los maridos

Hay ensayos que se leen de corrido y mejor que si fueran novelas. Tal es el caso de Las modernas de Madrid.Las grandes intelectuales españolas de la vanguardia, de la hispanista estadounidense Shirley Mangini. El libro tiene ya casi veinte años y la recomendación vino de la mano de Luz del Olmo.

portada de Las modernas de Madrid en la que se ve a un grupo de mujeres posando


¿Cómo nos habíamos perdido este libro? Una vez más tienen que ser los extranjeros los que vengan a abrir las ventanas de casa y dejar que entre la luz que irradian los propios españoles, en este caso las españolas.

Bien es verdad que muchas de las cosas que leemos en el libro sobre estas mujeres que ocuparon buena parte del siglo XX ya las sabíamos, ya habíamos  leído sobre ellas, incluso alguna de sus obras, en otros libros más o menos enjundiosos, pero leer sobre ellas así en caleidoscopio proporciona un extraño placer al comprobar, una vez más, cuánto y cuánto bueno tuvimos, y cuánto nos perdimos por culpa de una guerra que nunca debió suceder.

Muy documentado, es un libro que hay que leer primero de corrido, ya digo que se lee mejor que muchas novelas, y luego habrá que volver a él más despacio, con lápiz y papel para ir tomando alguna nota que nos sirvan para profundizar, para seguir avanzando en alguno de los aspectos que más nos hayan llamado la atención sobre lo que fue la actividad cultural de finales del siglo XIX y primer tercio del siglo XX sobre el que los libros han corrido siempre un velo.

Aparte de datos siempre pertinentes, el libro ahonda en la personalidad de estas mujeres, tan distintas entre ellas, algo que le da otra dimensión a su obra. Por ejemplo, no deja de sorprenderme que Rosa Chacel, a la que ahora vemos por encima del bien y del mal, confesara en una entrevista a la autora del libro:
Mis dificultades para desenvolverme no han sido nunca literarias. Han sido, en realidad, dificultades sociales: la dificultad por no haber tenido nunca una peseta. Si buscamos algo que se pueda llamar culpa, tengo que reconocer que toda es mía: una especie de torpeza que puede parecer vanidad y que ¡tal vez lo sea!, pero que yo viví como consustancial estética. Eso es todo, no supe desenvolverme como mujer sin una peseta, cosa que tanto he visto realizar gloriosamente a mujeres llenas de espíritu, de arte de todo lo que quieras [...]; ante el mundo era una paletilla castellana. Para remate, a esa edad ya empecé a ser gordita —siempre fui pequeña—, nunca pude alcanzar la elegancia de la sencillez. Eso ha sido uno de los grandes tormentos de mi vida (p. 149).
Me duele pensar en una afirmación así, alguien tan inteligente y limitada en sus relaciones sociales por cuestiones de «estética» o sencillamente de pobreza, de
no poder disponer de ropa «adecuada» para ir a los lugares frecuentados por los intelectuales. No podemos por menos que recordar a Antonio Machado y «su torpe aliño indumentario» y Pilar de Valderrama reconviniéndolo precisamente por ese desaliño. Por cierto, Pilar de Valderrama está ausente de este libro.
No es la única, porque también podríamos echar en falta a María Moliner, pero sabemos que Moliner, que siempre llevó una vida discreta, volvió tarde a Madrid, aunque hubiera podido coincidir con más de una de estas señoras que se educaron en el Instituto Escuela o en la Institución Libre de Enseñanza.

No todas las modernas eran chicas de posibles, pero sí todas tuvieron tarde o temprano un cierto éxito en el mundo de las artes, ya fuera la escritura, la pintura, el periodismo o en la vida pública dedicadas a la política. Todas tuvieron un cierto éxito, aunque los libros oficiales las hayan ninguneado, reduciéndolas a meras comparsas de sus maridos o de sus jefes, como fue el caso de Irene Falcón a la que conocemos como la «secretaria» de la Pasionaria cuando tuvo una vida intelectual mucho más amplia. 

Digo que aquellas que aparecen en el libro cosecharon un relativo éxito profesional, o al menos intelectual, pero ¿cuántas no se quedarían por el camino? ¿Cuántas ni aparecieron ni aparecerán nunca en los libros porque no tuvieron la fortuna de que nadie les publicara un artículo ni pudieron recitar sus versos en público ni exponer sus cuadros o sus dibujos?

No todas eran niñas bien, y alguna pasó apuros económicos y hasta se pluriempleó para salir adelante, como fue el caso de la admirada Clara Campoamor. Unas llevaron una vida más libre y otras más recatadas, las hubo casadas, solteras, divorciadas y viviendo en pareja, y por encima de todas ellas dos instituciones que dieron mucho que hablar la Residencia de Señoritas y el Lyceum Club, donde según Margarita Nelken, probablemente la más libre y moderna de las modernas, mandaban las maridas, es decir las esposas de los hombres importantes de la época, que no querían quedarse atrás, pero que tampoco comulgaban con los modos de vivir y de pensar de las modernas. 

Con una cita de Margarita Nelken, recogida en el libro termino este comentario con la intención de volver más despacio sobre esta interesante obra que sigue manteniendo fresco su interés a pesar de los años transcurridos:
Ya sabe usted que me tachan de antifeminista. No escribo en un sitio sin que, a los dos días, el director no reciba unos cuantos anónimos en que se me pone como no digan dueñas, y esto, como usted comprenderá, me es muy desagradable (pág. 211).
Mangini, Shirley: Las modernas de Madrid. Las grandes intelectuales españolas de la vanguardia. Barcelona: Ediciones Península, 2001.

lunes, 10 de diciembre de 2018

Número 200. Los cuatro jinetes del Apocalipis (I): two to tango

También podríamos decir que dos no riñen si uno no quiere, pues estamos ante una novela en la que la guerra, la Gran Guerra, tiene papel de protagonista, pero quedémonos en uno de los personajes de carne y hueso, que como buen argentino baila el tango en los salones parisinos. 

Pius X Tangobild 1914 (2)

Julio Desnoyers se nos presenta en las primera páginas como el prototipo de un antihéroe. Niño rico y caprichoso, criado en las extensas planicies argentinas donde el ganado se multiplica casi solo, vuelto a Europa con su familia, lleva una vida de regalo en París, esa ciudad que atrae nada más poner el pie en ella. Precisamente en los salones ha conquistado a lo que podría ser el prototipo de la mujer aburrida, la esposa de un ingeniero industrioso centrado en sus motores y en su vida familiar. ¡Ay!, pero la dama, tras los primeros lances se muestra recatada, celosa de su fama y hasta los encuentros triviales con su amante en los jardines públicos le resultan peligrosos.

Para darnos el perfil de Desnoyers, Blasco Ibáñez se remonta, en una amplia retrospectiva narrativa, a la llegada de su abuelo a la Argentina, a cómo hizo fortuna hasta lograr ser un rico estanciero, cómo se casó con una joven mestiza con tierras, la china, cómo dejó su semilla esparcida en numerosos hijos bastardos, y luego decíamos de los Buendía, de cómo casó a sus hijas con dos europeos diferentes, de cómo sus yernos se repartieron la fortuna e hicieron la propia a la sombra del patriarca, y de cómo unos y otros volvieron a Europa tras la muerte de don Madariaga, dejando las tierras americanas al cuidado de aquellos medio hermanos nativos. 

Blasco Ibáñez se deja llevar por los tópicos y traza la figura del español, su mujer mestiza y sus hijas educadas en colegios de Buenos Aires, con arreglo a lo esperado. Lo único que parece ser diferente son esos yernos, uno de origen francés y otro de origen alemán, tan diferentes entre sí. 

El francés sabe seguirle los pasos al suegro y lleva, junto a su mujer, la hija mayor, una vida más o menos pacífica en la estancia, sus hijos, los protagonistas, serán ya harina de otro costal. El yerno alemán responde a otro perfil, más vividor, más romántico, con pasado noble postizo, sabe enamorar a la hija pequeña, que pasa sus días entre el piano y las novelas. El amor todo lo puede y se casan y son felices y tienen hijos y al final comen perdices gracias a la herencia del viejo.

Ese viejo que vivía tranquilo en su estancia y que razonaba así con su yerno el francés a cuenta de las guerras:

—Fíjate, gabacho —decía, espantando con los chorros de humo de su cigarro a los mosquitos que volteaban en torno de él—. Yo soy español, tú francés, Karl es alemán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayudante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de la cocina, unas son del país, otras gallegas o italianas, y entre los peones los hay de todas castas y leyes... ¡Y todos vivimos en paz! En Europa tal vez nos habríamos golpeado a estas horas, pero aquí todos amigos.
Sorprende, a medida que avanzamos en la lectura de la novela, que fuera escrita en 1916, en plena Gran Guerra, con todo el siglo XX por dejar amarga huella en la historia, aún con otra gran guerra y numerosos conflictos bélicos. Parce como si Blasco Ibáñez hubiera tenido un catalejo que le trajera el futuro al presente: las guerras, los conflictos raciales, la pretendida supremacía de unas razas sobre otras, y todo ello sobre el escenario de la vieja Europa, porque allá, en la Argentina, donde el único rey es la propia Naturaleza, las cosas ocurren diferentes:
—Yo creo  —continuó— que vivimos así porque en esta parte del mundo no hay reyes y los ejércitos son pocos, y los hombres solo piensan en pasarlo bien lo mejor posible gracias a su trabajo. Pero también creo que vivimos en paz porque hay abundancia y a todos llega su parte... ¡La que se armaría si las raciones fueran menos que las personas!
Tras ese largo preámbulo en la Argentina volvemos a Europa y a sus calles parisinas, donde coincidirán tipos diferentes, que irán exponiendo sus ideas hasta que les vaya llegando la hora de empuñar las armas, porque . 

no todos los que van a la guerra son soldados.


vista dentral de los Jardines de Luxemburgo (París)



Comentario para el club de lectura La Acequia de la novela de Vicente Blasco Ibáñez Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916).

martes, 27 de noviembre de 2018

Número 199. Las olvidadas del 27 (y II)


En la entrada anterior habíamos leído completa la respuesta de la poeta Concha de Marco (1916-1981) a qué representaba para ella la Generación del 27. Respuesta contestataria, sin duda, que podríamos resumir en un «¿y la otra mitad de la generación dónde queda?».
Portada de La Estafeta Literaria dedicada a la Generación del 27 mostrando en portada una escultura abstracta en mármol blanco
Y me lo sigo preguntando tras escudriñar este número homenaje de La Estafeta Literaria en el que tienen un hueco los pintores, pero no las pintoras, los músicos, pero ni rastro de las músicas, las experiencias teatrales de los poetas, pero ni asomo de las dramaturgas, y hasta lo segundones, porque en palabras de uno de los colaboradores:
¿Cómo limitar una época literaria, o de otra especie, a sus figuras fundamentales? Más aún, es imposible percibir lo que representa aquella sin mover el banco, como dicen los del baloncesto, sin salirse del número de las habas contadas, en el que, no pocas veces se origina injusticia (Luis Jiménez Martos, La Estafeta Literaria, 618-619: p. 16).
Este mismo autor es el único que se acuerda de una de estas olvidadas y le dedica unas líneas a Ernestina de Champourcín, que aparece retratada en una galería en la que encontramos a Romero Murube, Pérez Clotet, Domenchina, Rejano y Garfias:
Ernestina de Champourcín, tan poco citada, es casi la única mujer representativa de esta época, con su primer libro, El silencio, en 1926, y otros posteriores Presencia a oscuras (1952), el último de ellos. El sentimiento religioso predomina en su obra a partir de este último, Lo que no es una singularidad entre los poetas del 27 (Luis Jiménez Martos, La Estafeta Literaria, 618-619: p. 19).

Antes de pasar a mostrar otras opiniones, algunas más de mujeres, que se muestran en ese número de La Estafeta, vamos a detenernos en una foto de 1954, reproducida en el mismo número (p. 6) y que a pesar de los años transcurridos dice mucho sobre la ausencia de mujeres de casi todo.

Foto de grupo sobre fondo de paseo con árboles. Sus integrantes en el texto  árbole
Por lo que dice el pie de la foto se trata de una foto tomada a raíz de una de las reuniones en el Café Gijón en torno a la figura de Gerardo Diego, pero detengámonos en el pie de foto con el que nos ilustra La Estafeta
En torno a Gerardo Diego, contertulio mayor del Café Gijón, se reúnen, en una tarde de noviembre de 1954, el pintor Molina Sánchez, el poeta Antonio Oliver Belmás —también de la generación del 27—y los poetas Jesús Acacio, Íñigo Aranzadi, Ramón de Garciasol, Manuel Álvarez Ortega, Mohamad Sabbag, Luis López y Anglada, Jacinto López Gorgé y Leopoldo de Luis. Las figuras femeninas de la fotografía son la esposa de Molina Sánchez, Marisa de Arenaza y la poetisa Pura Vázquez. 
Está claro que las figuras femeninas, tal como se las denomina en el pie de foto, no solo son minoría sino que ocupan un papel secundario, y probablemente no solo en la foto. Alguna, incluso, aparece como mujer de, y no por derecho propio pues se nos oculta el nombre de pila. No he podido saber quién fue Marisa de Arenaza, pero sí que Pura Vázquez fue una mujer importante para nuestras letras.  

Versos del 27, a menudo compartidos con las novias: «de esa estirpe de versos memorables que uno,un día, compartió con su novia...», dice Antonio Pereira, pero mucho más explícito es Félix Grande: 


La amistad también, en forma de Ramón Barce y Elena Andrés (enormes lectores de Cernuda), me trajo una lectura cabal de La realidad y el deseo. Yo acababa de enamorarme de Francisca Aguirre y muchas páginas de Cernuda fueron durante años una de las más espléndidas pruebas de la obstinación del amor, en donde mi novia y yo reconocíamos la sagrada índole de nuestros cuerpos y adivinábamos lo terrorífico que debía ser el exilio en soledad. Con otras palabras: Cernuda ha sido uno de los seres a quienes Paca y yo debemos en parte nuestra defensa de la dicha que es la compañía y la maravilla que es la lujuria. 
Su entonces novia, Francisca Aguirre, es la reciente Premio Nacional de las Letras, que también nos deja sus impresiones sobre esta generación poética:
Cuatro son mis grandes amores dentro de la generación del 27. Cuatro, como las cuatro esquinas de cuando éramos niños. Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro poetas guardan mi alma. El primero Federico García Lorca [...]. El segundo Luis Cernuda porque La realidad y el deseo ha sido el más aéreo puente, el puente más subterráneo, el cordón más austero y dolorido por el que hemos podido ir del amor al amor, del cuerpo al cuerpo, y de todo ello a las palabras. El tercero Guillén [...]. Y el cuarto Dámaso [...]. 
Firmas más o menos conocidas dejan su opinión sobre este puñado de hombres y su influencia en la literatura, entre ellas son algunas mujeres notables las que se expresan: Pureza Canelo, Carmen Bravo-Villasante, María de Gracia Ifach, Carmen Conde (1907-1996), que se muestra tímida y respetuosa en sus manifestaciones respecto a la Generación, aunque por edad y circunstancias bien pudo pertenecer: «Cuando yo nací a la poesía publicada, la generación del 27 contaba ya dos años de edad. La formaban poetas jóvenes y menos jóvenes, viniendo todos del tronco de J. R. J.». Efectivamente, en 1929 publicó Brocal, libro poético en prosa, aunque ya se había dado a conocer como poeta antes.

He dejado para el final a Ernestina de Champourcín, otra de las encuestadas, porque ella sí parece sentirse incluida en esa reverenciada generación, y así lo manifiesta, aunque sea tímidamente y sin insistir mucho.
Para los que éramos jóvenes en aquel año la Generación del 27 se nos presenta ahora con resonancias mágicas. Su importancia fue enorme sobre todo entre los que dábamos nuestros primeros pasos en el mundo de la poesía. La irrupción de aquellos libros iniciales: Marinero en tierra de Alberti, el Romancero Gitano de Lorca, Cántico de Jorge Guillén, Manual de espumas de Gerardo Diego, Presagios de Salinas, Perfil del aire de Cernuda, etc., insufló a nuestras obras un aire nuevo, una luz radiante y más honda. Incluso los que no somos considerados, por distintos motivos, como pertenecientes a esa generación nos sentimos inmersos en ella y la consideramos nuestra. Una especie de huracán de poesía distinta y de matices muy varios arrasó mucho de lo anterior. Fue una ola de libertad y cada voz, a través de ella, se sintió diferente, más segura y sobre todo más viva. 
Está claro. No es preciso incidir más en los distintos motivos. El tiempo ha terminado por poner a estas mujeres en su lugar. Serán Las Sinsombrero, pero sobre todo son las olvidadas de la Generación del 27 a las que es preciso poner en el lugar que les pertenece.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Número 198. Las olvidadas del 27 (I)

En 1977 la Estafeta Literaria dedicó un número monográfico a la Generación del 27. Volverse a encontrar este ejemplar entre los papeles perdidos es un auténtico lujo. Al primer vistazo, ellas, como era de esperar, no estaban. Ellas, las olvidadas del 27, de ahí el título de este post o serie de ellos, ellas, a las que ahora los buenvoluntariosos denominan las Sinsombrero;  pero volvamos a 1977 y extraigamos de aquellas páginas alguna perla que no podemos dejar pasar por alto.

Empecemos por la opinión de Concha de Marco, poeta casi desconocida, de la que ahora se publican sus memorias.

A la pregunta realizada por el editor a una serie de personalidades de la literatura de 
 ¿Qué importancia y qué vigencia tiene para usted la Generación poética del 27?,
De Marco contesta [el resaltado es mío]:
Y qué le voy a decir a usted sobre la importancia de la generación del 27 que ya no se haya dicho, qué le voy a opinar sobre esta inopinable categoría. Que sí, que yo tenía once años cuando se fraguó aquello y luego por la guerra o algo así yo no sabía nada más que estudiar biología y otras cosas inútiles. Poco después me compré la antología de Gerardo Diego donde están todos, incluidos los anteriores, porque yo respeto mucho a todos estos señores, también a las señoras, aunque estas nunca han tenido derecho a generación que valga ni el cohete de una feria que se quema allá arriba. Permítame, señor, permítame, que ya estaba Ernestina de Champourcín, con un libro muy majo en preciosa edición y también Carmen Conde con Brocal y Alfonsa de la Torre, aunque aún no funcionaba, que yo sepa, pero yo sé que la generación es siempre cosa seria y cosa de hombres, para qué nos vamos a engañar. Y mis muchos respetos para estos señores que ni apellido hace falta para nombrarles: Dámaso, Gerardo, Vicente, Federico, Jorge, Rafael, aunque también Miguel, pero este es Hernández y Cernuda, Salinas Altolaguirre, Domenchina. Que sí, que importantísima generación y al parecer la única del siglo por cuanto estamos en el 77 y siguen que la matan todos los libros, todas las revistas, todos los periódicos, los folletos, las conferencias de las fundaciones millonarias, las tesis doctorales y demás organismos de comunicación y propaganda. Que yo respeto mucho a todos ellos, pero aquí en confianza lo que recito de memoria y a escondidas cuando no me ve nadie es a Antonio Machado, a Juan Ramón Jiménez y a Quevedo, es que una está muy anticuada. Luego no sé más que decirle, que aquí estamos bajando por la cuesta de final de siglo y no se clarifican las cosas. Cincuenta años siempre con los mismos y dale que te pego todos los eruditos, igual americanos, ingleses y aborígenes, estos con el palo tieso en la lista negra de la ignorancia. Tú, máscara de a pie en el carnaval de los grandes y a callar, que por si fuera poco eres mujer y nada homosexual, que siempre sería un mérito. 

Aunque debo decir que recuerdo de memoria al capitán de los vientos y de las golondrinas, al hijo de la ira de Madrid es un millón de cadáveres, a aquel que vino desde el cántabro mar que mi niñez limita y aunque no lo parezca al de se querían de día, se querían de noche. Cosas que se le ocurren a esta última esquina nocturna de una aldea abandonada, ceniza de paja, luciérnaga enferma y sin luz entre el barro del otoño, pájaro sin canto ni plumas en el hueco de la nieve o algo así, con perdón de los presentes y ausentes, o algo así, para qué le voy a decir más. Que son muy buenos todos y muy ilustres y por demás importantes por los siglos de los siglos, que bien merecen tanta gloria y alabanza, unos por estar vivos y otros porque están muertos. Y yo no sé si estoy viva o muerta, que solo sé que el jilguerillo parece quererme un poco, aunque cualquiera sabe, en estos tiempos una no puede estar segura ni del jersey que lleva puesto, con perdón, de un color caldero que para qué le voy a usted a decir lo viejo que es. Que después de tan ilustre generación, qué va una a hacer con tantas cosas de por medio, la guerra, el trabajo de la casa, la compra y la comida, el tener todo en orden para que el marido, el incomparable marido (único privilegio de mi vida) tenga todo en orden y a punto, los azulejos y el cuarto de baño, que ahora que él se ha ido, por lo menos habrá que limpiar una vez al mes, digo yo.

Como ya le he dicho que yo no tengo, primero por ser mujer y luego por otras razones más particulares, derecho a generación, tengo mucha envidia y bastante respeto por los que la tienen y desde aquí les envío a todos una sentimental corona de laurel para la eternidad, aunque yo me guarde algunas hojas para ponerlas en un herbario que el día que me muera alguien misericordioso que ni siquiera se habrá de molestar en cerrarme los ojos tirará a la basura.

Y que si de alguien me olvido o pongo de más es sin intención, porque la verdad es que yo entiendo muy poco de nada y menos de poesía, nada digo de generaciones que ni sé cuánto duran. Yo le agradezco mucho que me pida usted opinión, ello indica muy buena intención y generosidad por su parte, y yo cumplo como puedo, ya que no sé escribir más que a zarpazos en esta máquina que me viene grande y que ni de acentos sabe. Espero que no me pasará nada por ello. En fin, no digo más, porque cuanto más hablo lo pongo peor. Ruego a usted que me ponga hecha cachitos a los pies de esa señora, la generación del 27.

Y le envío un saludo esta que lo es, pero no está del todo segura de que lo sea, con toda la humildad de quien no tiene ni una mala generación en que caerse muerta.
Concha de Marco
(Estafeta Literaria, núm. 618-619, 15 de agosto 1 de septiembre de 1977)

En favor de los editores de la revista, hay que decir que tuvieron el acierto de entresacar de esta irónica y amarga carta, poniéndola como entradilla, la siguiente afirmación:
GENERACIÓN ES SIEMPRE COSA SERIA Y COSA DE HOMBRES, PARA QUÉ NOS VAMOS A ENGAÑAR

jueves, 8 de noviembre de 2018

Número 197. Un poema de Gerardo Diego


Toca hacer limpieza en el cuarto del fondo, ese cuarto donde has ido acumulando capas y capas de apuntes, revistas, libros... y ponerse a hojear algunos ejemplares que no te acordabas haberlos guardado, ¡por algo sería!, un poema que habla de la primavera, y que sin embargo, a mí se me antoja tremendamente otoñal:


Marzo marcea, Abril se abre.
Mayo delira, El Corpus sangra.
Árboles de primavera.
Árboles del soto.
Árboles del bosque.
Árboles de la vida.
Árboles, árboles, árboles.
Daos prisa, yemas, hojas,
savias, resinas, impaciencias,
capullos mínimos, flores, fragancias,
sombra movibles, toldos indecisos,
nubes errantes, lluvias de la sierra,
aguas felices, arroyos, albercas rizadas,
cotas de malla, agujas,
acequias y barandas y deslices y escuchos.
¿Cómo fue el milagro, muñones, codos, varas quebradizas?

martes, 4 de septiembre de 2018

Número 196. Una bala para el recuerdo

Hay novelas, como esta de Maite Carranza,  que se leen de un tirón y luego se vuelven a leer para tomar nota de algunos detalles o recrearse en algunos de sus pasajes. 

Encuadrada bajo la etiqueta de literatura juvenil, es sin duda una novela que tiene también en cuenta a los lectores adultos.  Novela de aprendizaje, de camino, de viaje iniciático de tránsito hacia la edad adulta, encuadrado en este caso en la España trágica de la retaguardia durante la Guerra Civil.

Una mañana de junio de 1938, Miguel Serna, a punto de cumplir los 14 años, vaquerillo en su pueblo de la montaña palentina, lo abandona para ir en busca de su padre, del que les han llegado noticia que está vivo en un campo de prisioneros de Asturias. Por única compañía lleva a Greta, una perra de esas con conocimiento, a la que bautizaron con ese nombre en honor de la actriz Greta Garbo, después de haber visto una película suya en la cercana Cervera.


tapia de piedra y árboles y vegetación detrás

En las noches del norte de Palencia, allá por 1938, abundaban los lobos, lobos de verdad, de los que atacan a ganados y a personas, lobos de los que meten miedo, sin dar lugar a que llegue el invierno. No obstante, no es ese el único peligro, al que se tiene que enfrentar Miguel en su viaje, porque hay también hambre, y piedras en el camino que destrozan los pies y fatiga, pero sobre todo hay miedo y desconfianza: los humanos se temen los unos a los otros, y solo la mirada limpia de una pelirroja adolescente con largas pestañas que mueve en una décima de segundo hasta cinco veces, «que las conté», es capaz de salvar la situación y poner alegría, y sobre todo esperanza, en aquella España rota. 

Carranza ha elegido la primera persona para la narración, se ha metido en las alpargatas, destrozadas al final del camino, del héroe para llegar a otros chicos como él, para los que ya en la segunda década del siglo XXI, la Guerra Civil no es tan siquiera un cuento de abuelos. Estamos ante un libro ágil, que mantiene la tensión dramática en todo momento, que a veces te encoge el corazón y respiras hondo cuando el niño logar escapar a los numerosos peligros. Quizá a los adolescentes del siglo XXI les parezca un poco ingenuo suspirar por el beso de una chica, pero hay temas eternos, que con las correspondientes actualizaciones vuelven a aparecer en todas las generaciones: el amor, el odio, el sueño, la necesidad... y hasta puede que alguna vez también aparezca el hambre y la sed.
Me gustaría creer que nunca ningún niño vuelve a vivir una guerra. 
 Con esta frase cierra la autora el libro, y una historia de guerra es la que nos encontramos, una historia de la vida cotidiana, de la gente corriente, de la gente que la sufrió en primera persona, que fueron todos los españoles. Basada en una historia real, Carranza ha recreado los detalles, bajando a los mínimos, incluso a esos que se olvidan a menudo en las novelas: ¿cómo comen?, ¿dónde se alivian? —la novela recupera alguna palabra ya poco usada— ¿cómo se curan?, pero sin entrar en detalles morbosos, aunque más de una vez llegue a nuestra nariz el hedor de la putrefacción. Todo ello con el ánimo de llegar al joven lector, de contarles una verdad histórica sin paños calientes, y con el ánimo —lo he leído por algún lado— de que los alumnos de escuelas e institutos se sirvan de ella, de esta narración para sus propios talleres.

Hay algún fallo de documentación en la novela, que quizá debería haberse cuidado: la penicilina no podía estar al alcance de ningún maquis en 1938, porque la penicilina se comercializó después de la II Guerra Mundial y el primer tratamiento en humanos se aplicó en 1941, por cierto que el paciente murió por no poder completar dicho tratamiento, así que díficilmente una sola dosis, aunque hubiera sido de caballo, podría haber cortado de raíz una infección provocada por metralla. No es la primera vez que me encuentro este anacronismo respecto a la penicilina —su uso en la clandestinidad durante la Guerra Civil— en una novela, y me pregunto si no estará corriendo algún tipo de leyenda urbana al respecto, como pasó con aquella de mi infancia, de que a Manolete le habría salvado la vida la penicilina. 

Tampoco podía en 1938 haberse aprendido un prisionero en un campo de Asturias Paquito el Chocolatero, porque en ese año, su popularidad no había rebasado los límites de su lugar de nacimiento, y si lo hubiera hecho, es de suponer que el boca a boca no habría sido suficiente para llevarla hasta unos hombres que carecían de lo más elemental.

También se le ha deslizado a la autora alguna expresión muy de hoy en día: Sí o sí, ¿Eres tonto o te entrenas?... que casi nos devuelven al siglo XXI, pero estos y los otros son pecadillos muy veniales, que igual hasta tienen su razón de ser. A cambio, desliza algún refrán o frase proverbial de mucho uso, para que no se olviden, para que los chicos se los vayan aprendiendo: La esperanza es lo último que se pierde, Afortunado en el juego, desafortunado en amores...

La novela se estructura en tres grandes capítulos, al principio de cada uno la autora ha colocado un poema, un poema de tres grandes poetas del siglo XX: Salvat-Papasseit, Antonio Machdo y Miguel Hernández. Releer alguno de sus versos es un plus de esta novela.

Nota adicional: En muchas de las narraciones orales que nos han llegado sobre las últimas horas de los paseados hay un detalle que se repite, y que la autora introduce al menos dos veces en la novela: él ya no lo va a necesitar, a donde vas no las necesitas... Unas veces son las botas, otras son las livianas alpargatas, en otros casos son objetos más personales, pero casi siempre aparece este detalle.

lunes, 27 de agosto de 2018

Número 195. La España vacía

Sergio del Molino ha puesto a su ensayo un subtítulo revelador, aunque solo nos fijemos en él y en lo que puede significar cuando el libro ya está en nuestras manos, e incluso hemos leído algunas páginas: Viaje por un país que nunca fue. 

Vista general desde el oeste, pie del cerro, de las ruinas de Valdeherreros

La España vacía existe, es, lo sabemos bien los que nacimos en ella. Aunque nacimos allí, crecimos, estudiamos, trabajamos y vivimos en una gran urbe, pero volvemos a ella por vacaciones, los fines de semana o esos sábados de otoño que nos da por hacer unos kilómetros y adentrarnos en sus desiertos, valles, monumentos y gastronomía, para volver, ya cuando es de noche por todo el mundo, a la ciudad en la que transcurre la mayor parte de nuestra vida.

Una vez concluida la lectura de este libro, dos ideas lo resumen para mí: primero que yo también creía que era un libro de viajes, y segundo que, con matices, es el libro que a mí me hubiera gustado escribir. 

Confieso que a mí me gusta la España vacía, a lo mejor no solo porque es la que mejor conozco, sino porque por distintas razones es la más asequible para mí, si dejo aparte Madrid, mi Madrid, ciudad desbordada a la que no sé cómo calificar, porque ninguno de las palabras que me vienen a la mente, gran urbe, conurbanción, metrópoli, megalópolis..., me terminan de cuadrar, porque Madrid es Madrid incluso en sus desbordamientos más anodinos. 


O sea, que como me gusta la España vacía, viajar por ella, pensaba que me iba a encontrar con uno de libros en los que se narran viajes por el interior con todo lujo de detalles, detalles que normalmente no están al alcance de la dominguera ocasional, pues la ermita está cerrada y no hay forma de encontrar al que tiene la llave; al paraje singular no hay forma de llegar porque en el aparcamiento cercano no cabe un coche más ni de canto, porque la fuente luce un hermoso cartel de «Agua no potable», porque en el pequeño restaurante local, muy recomendado por todas las guías, no puedes comer por no haber tenido la precaución de reservar, porque ese personaje que vive en tal pueblo, y que tú esperas encontrar en el bar de la plaza, en realidad es casi un fantasma que vive separado del mundo por altos muros..., tampoco los pocos paisanos que toman el sol en la plaza se muestran muy locuaces contigo... En fin, a pesar de todas estas cosillas, me gusta la España vacía, y me gusta leer los viajes que por ella hacen escritores más afortunados que yo y que me cuentan, en hermosa prosa, esas cosas que yo soy incapaz de ver o disfrutar.

Además de viajar material y virtualmente por esa España, me gusta también reflexionar sobre ella, sacar del fondo de mi memoria aquellos principios básicos sobre economía y sociología que me enseñaron en la facultad de Económicas, o recordar a tal o cual escritor del que me contaron en la de Filología que pasaba los veranos en semejante lugar o que nació allí por casualidad. Para los acontecimientos históricos que alguna vez tuvieron lugar en aquel suelo he de recurrir, casi siempre después, a la Wikipedia, pero no me entusiasma imaginarme batallitas en campo abierto, aunque me guste visitar castillos y subir a lo más alto de sus almenas. 

Primer plano de las ruinas de Valdeherreros: lado norte de las paredes de la iglesiatre>Pr


Por ello, por esta razón, es por lo que digo que Sergio del Molino ha escrito el libro que a mí me hubiera gustado escribir, si yo tuviera la capacidad y los conocimientos enciclopédicos para escribir este tipo de libros. 

A medida que se avanza en la lectura, amena a pesar de que es un libro denso con mucho contenido, nos vamos dando cuenta, además de la declaración de intenciones y aclaración posterior en los primeros capítulos, del porqué de ese subtítulo: La España vacía existe, negarlo sería negar la evidencia, pero la idea que nos hemos formado de ella ha venido sobre todo por siglos de cultura oficial, por siglos de programas de bachiller y lecturas obligatorias en la Universidad, que han ido formando esa imagen. Llegados a nuestros días, la cultura oficial no es solo la que se ofrece en las aulas, también en el cine, sobre todo en el que tiene cierto carácter selectivo, en la música... e incluso en los grandes medios de masas, porque en la cultura oficial entran también conciertos de rock y rockeros. Todo suma para formarnos esa imagen de la España que nunca fue, porque se la fueron «inventando» poco a poco, los hombres y mujeres que, desde las ciudades, a menudo situadas en la periferia, o en el centro geográfico de la capital de España, la fueron formando para todos nosotros. 

No todo es invento, desde luego, pero mucho sí, y lo peor, lo peor es que la realidad de una España vacía, esa gran parte del territorio donde no vive nadie, mala solución tiene al día de hoy: no hay programa de «Me vuelvo al pueblo» que sea capaz de invertir la tendencia de siglos y siglos: los pueblos pequeños se concentran en los grandes, estos en la ciudades, pero incluso las ciudades de esta España central están vacías, despobladas, y sufren constantemente fuerzas centrífugas, por más que políticas discontinuas pongan en ellas universidades, algún hospital, y se organicen exposiciones que atraigan a visitantes de fin de semana: El vacío de España no tiene remedio. 

Decía que la lectura es amena, a pesar de la densidad de lo contado, pero lo cierto es que a medida que avanzamos en ella, a medida que vamos tragándonos páginas y páginas, la amenidad va decayendo: el lector no tiene por qué compartir, y de hecho lo más probable es que no lo haga, la cantidad ingente de referentes culturales, patrios y no patrios, que el escritor maneja. Cada lector tiene los suyos, cada uno tenemos los nuestros, por lo que es difícil llegar a todos los rincones del hilo, y a veces la lectura superficial, o mejor la comprensión superficial, se imponen sin querer. 

Si un buen libro es aquel que nos lleva a otros libros, en este libro serían tantos que por pura incapacidad física de asimilarlos, al final no nos quedamos con ninguno. 

Sin embargo, quizás sí convenga volver otra vez a los clásicos más clásicos: Maritornes como símbolo de cómo el narrador nos introduce hábilmente en su bando es un buen ejemplo de cómo actúan los hilos que desde arriba nos mueven en una determinada dirección. Del Molino resalta que la descripción de Martitornes es dual, en ella aparecen, convenientemente alternadas, la visión de don Quijote y la visión del narrador, que a priori damos por buena, pero es claro que podríamos habernos puesto de parte de don Quijote y crear la imagen de una bella muchacha en nuestro interior. ¿Por qué va a tener razón necesariamente el narrador, si a fin de cuentas su punto de vista es tan subjetivo como el de los demás? Necesitamos descubrir a la otra Maritornes, trasunto de la España vacía, y sus otras características y posibilidades. Hay una España real, además de la que nos han contado. 

La imagen que de los escritores del 98, esos escritores que tanto contribuyeron a crear esa España vacía, se nos presenta en el libro desde una óptica a la que estamos poco habituados: ¿Era Unamuno alguien que sabía viajar por esa España¿ ¿La labor de Azorín como periodista tras las huellas manchegas de don Quijote en el tercer aniversario de la obra es tan rompedora, tan objetiva como se nos quiere hacer creer? ¿Qué podemos decir de Machado y esa Soria casi mítica de la que en los años 80 del siglo pasado ya se decía que «el último en irse que apagara la luz»?

Soria existe, y como existe y es tierra quemada, hay quien, para compensar esa despoblación sin remedio, quiere llenarla de macrogranjas. Esa es otra, tratando de corregir lo que remedio ya no tiene, solo nos queda repetirnos aquello de «Madrecita, madrecita, que me quede como estoy».

Vista del valle a través de un agujero en el muro. En primer plano cardo seco
Las ilustraciones de este post corresponden a las ruinas de Valdeherreros, despoblado que necesitó dos despoblaciones para convertirse en una ruina —apenas unas piedras de su iglesia—, un vago recuerdo en la zona y algún dato bien documentado en las historias locales. La primera despoblación ocurrió  a principios del siglo XVII cuando no pudo superar las hambrunas que sufrió España como consecuencia de las malas cosechas y otras catástrofes. Estos infortunios sucesivos llenaron nuestros caminos de pedigüeños, algunos de los cuales pasaron a nuestra mejor literatura, casi como héroes o si se quiere como antihéroes, pero seguramente alejados de lo que era su cotidiana nada literaria miseria. Es el punto de vista del narrador, que lo mismo que Cervantes dirige su objetivo hacia ciertos detalles. La segunda despoblación, y definitiva, de Valdeherreros fue un siglo después como consecuencia de los destrozos e incendio sufridos durante la guerra de la Independencia, que hicieron imposible la recuperación de un pueblo pequeño, no tanto por el número de casas y edificios arruinados, como por la escasez de población para mantenerlos. 

Para terminar este comentario haré alusión a otro de los hitos culturales del siglo XX en España y al que Del Molino dedica acertadas reflexiones, se trata sobre el documental que representa la España vacía por antonomasia: Las Hurdes, de Buñuel. Un documental que casi nadie había visto —Del Molino da datos objetivos—, pero del que todo el mundo hablaba como si lo hubiera visto. Sabemos a estas alturas que el visionado más o menos generalizado, e incluso el visionado crítico por parte de los especialistas en cinematografía, se produjo mucho después, y que esas Hurdes que se representan en él no es que sean falsas, es que no llegan a mostrar las dos caras de Las Hurdes. Allí había miseria, pero también programas serios y en marcha que trataban de paliarla, pero eso, probablemente, era mucho menos interesante cinematográficamente hablando que lo que se nos mostraba en pantalla. «El objetivo de la cámara nunca es objetivo, el cámara siempre está detrás», me enseñaron en un seminario sobre cinematografía documental.

Me vuelvo al pueblo es un programa de la Televisión de Castilla y León en el que se narran algunos casos de éxito de urbanitas que se han vuelto a los pueblos, por lo general al suyo, y han puesto una granja novedosa, una plantación de algo desconocido, una fábrica artesana de sabe Dios qué, un hotelito rural... Casos de éxito en la televisión, algunos de los cuales ya sabemos que han fracasado, porque detrás, pese a la ilusión, no hay un proyecto empresarial sólido que los sustente. La España vacía no se llena ni con ilusión ni con literatura.

Para volver a vivir en esa España vacía, ya no digamos para llenarla, habría que volver la piel de toro del revés, como si fuera un calcetín.

lunes, 20 de agosto de 2018

Número 194. Mujeres detrás de las sombras (y II)

Mujeres detrás de las sombras (I)

Quizá sea Teresa de Cartagena el personaje más conocido de este ramillete de mujeres, que empiezan a ocupar el puesto que les corresponde en la historia y en la cultura. 

Para entender su personalidad hay que empezar hablando de su abuelo, rabino convertido al cristianismo, que adoptó el nombre de Pablo de Santa María, gran teólogo, fue nombrado obispo de Cartagena, de donde la familia tomó el nombre, y más tarde de Burgos.
"Le Monastére de las Huelgas, près Burgos" (19936968475)
Entre sus hijos destacaron Alonso de Cartagena, que fue como su padre un importante humanista, y Pedro de Cartagena, mercader muy rico que fundó un linaje y erigió el castillo de Olmillos de Sasamón. Pedro fue el padre de Teresa. 

Teresa estudió en Salamanca latín y griego, aunque no es seguro que lo hiciera en la Universidad, y volvió a Burgos donde ingresó en el convento de Santa Clara en el que permaneció nueve años.

De allí salió, no se sabe muy bien por qué motivos, para ingresar hacia 1449 en Las Huelgas, monasterio cisterciense muy ligado a su familia. Una enfermedad la dejó totalmente sorda, lo que según su propio testimonio le permitió una mejor comprensión de la obra de Dios. 

Su primera obra, Arboleda de los enfermos, tenía tal profundidad teológica que los sesudos varones que la leyeron dijeron que no podía haber sido escrita por una mujer. Respondió a estos ataques en una segunda obra, Admiración operum Dey, en la que inteligentemente adoptó una táctica de humildad que más tarde sería empleada también por santa Teresa: «Solo soy una pobre mujer, pero Dios reparte sus dones como quiere». 

De las puramente intelectuales pasamos a las más guerreras. La guerra de sucesión al trono de Castilla entre Juana de Castilla, la Beltraneja, desposada con el rey de Portugal, y su tía, la reina Isabel, la Católica, fue el marco donde algunas de estas mujeres destacaron, tanto en uno como en otro bando. 

Teresa Martínez de Cantalapiedra (Salamanca) defendió los derechos de Isabel. Fue apresada por los portugueses, torturada y finalmente ejecutada. En pago a sus servicios, los Reyes Católicos le otorgaron a ella, a su marido y a sus descendientes, la hidalguía del solar con 300 sueldos a perpetuidad.

En el bando de Juana encontramos a María de Sarmiento, esposa de Juan de Ulloa, señor (desde 1449) de Villalonso, Benafarces, Pozoantiguo y Toro. Este había entregado a Juana Toro y los castillos de Villalonso, Mota del Marqués, Tiedra y Urueña. Muerto en 1476 defendiendo Toro, su esposa siguió defendiendo la plaza y conservó el castillo después de haber entrado en ella los Reyes Católicos. Más tarde se rindió a cambio de perdón e indulto para ella y sus hijos.

Acuarela de Toro desde la orilla opuesta del Duero


Volvemos al bando de Isabel, pero sin movernos de Toro para hablar de Antona García, nacida en Tagarabuena, mujer del pueblo, pero rica y casada con Juan de Monroy, hidalgo, a ella la llaman gentilhombra. Formó parte de los conspiradores para entregar la plaza a Isabel, por lo que intentó abrirle las puertas de la ciudad. Fueron apresados y a Antona la encerraron en el convento de Santa Clara, fue ajusticiada por ahorcamiento, dada su condición de pechera, ya que no le alcanzó la hidalguía de su esposo. Su cadáver fue colgado como escarmiento de la reja de su casa, reja que la reina Isabel mandó dorar en su memoria, dando origen a una difundida leyenda..  

Tirso de Molina le dedicó una de sus obras, Antona García (1622). La describe como muy guapa y de presumir de haber cogido en brazos a un burro y al hombre que iba sobre él: «La Valentona me llaman, porque no sufro cosquillas». Sin embargo, muy en la línea de La perfecta casada (fray Luis de León, 1583), Tirso no está muy de acuerdo con este actitud activa en las armas, por lo que pone en boca de la reina Isabel las siguientes palabras: «Antona, ya estáis casada vuestro esposo es la cabeza», y le pide que se dedique a él, añadiendo los siguiente:
No os preciéis de pelear,
que el honor de la mujer
consiste en obedecer
como en el hombre el mandar.
Visiones distintas de la gente del pueblo que forja leyendas en torno a bravas mujeres, y la de los hombres de religión que ven en estas mujeres con iniciativa un peligro constante.

Dejamos a las mujeres guerreras que descansen en paz, y nos vamos a tierras de Ayllón, donde nos encontramos con una interesante figura de mujer, que García Amo considera su gran descubrimiento, y a la que solo puede llamar la Innominada pues en todos los documentos aparece como «la de Francisco de Briviesca», fallecido en 1581.

Aparece en los libros de tazmías, libros parroquiales donde se registran los diezmos que están obligados a pagar los vecinos. Ella aparece como la mayor contribuyente durante 17 años (1544-1561) en cereales y vid y durante 7 (1545-1552) en ganadería. Sin duda fue lo que podríamos llamar «una importante empresaria agrícola y ganadera», que dirigió su casa y hacienda durante todo ese tiempo, sin que los eclesiásticos que le cobraban los diezmos fueran capaces de nombrarla por su nombre y apellidos. 

García Amo finaliza haciendo hincapié en el hecho de que en los libros parroquiales se omite con frecuencia el nombre de las mujeres, incluso cuando fallecían, siendo referidas como «la de Fulano» o «Mengano y su mujer», cuando tenían hijos. Quizá haya llegado la hora de preguntarse por qué esta ocultación, como si quisieran que desapareciéramos de la faz de la tierra o como si no tuviéramos la condición de personas, para poder llevar un nombre propio.

Nota final: Agradezco a la autora de la conferencia las notas que en su día me mandó y que han servido, junto a mis apuntes, para pergeñar estos resúmenes.

viernes, 17 de agosto de 2018

Número 193. Mujeres detrás de las sombras (I)

Bajo el título Mujeres detras de las sombras, recoge la escritora Encarnación García Amo a un pequeño grupo de mujeres, que bien pudiera ser la punta del iceberg de todas aquellas que por la sencilla razón de que la historia suele ocuparse mayormente de los hombres, se quedaron fuera de los libros.

Recuperar sus biografías a costa de pequeños detalles, de espigar aquí y allá, es tarea ardua, pero compensa cuando se logra esbozar al menos un perfil de lo que fueron y significaron estas mujeres. Las hay en todos los campos y especialidades, artistas, guerreras, empresarias... García Amo insiste en esta tarea, y va reuniendo, espiga a espiga, un valioso haz.

En una tarde soleada de principios del mes de agosto me dirigí a El Burgo de Osma para oír en directo una muy amena conferencia, enmarcada dentro de las actividades paralelas de los cursos universitarios de verano de Santa Catalina. En ella se nos habló de algunas de esas mujeres detrás de las sombras.

Espadaña (con nido de cigüeña), torre y hornacina de remate en fachada principal del Hospital de San Agustín, hoy centro cultural., espadañ
.

El Hospital de San Agustín, hoy centro dedicado íntegramente a la cultura, tiene en el centro el típico patio al que se abren las distintas dependencias. La sombra y el silencio son bienvenidos. Fuera, en la plaza, la vida turística veraniega bulle en las terrazas, dentro los asistentes al acto van tomando asiento en la sala dedicada a teatro. Dicho en lenguaje taurino, la audiencia es de media entrada larga en un espacio con capacidad para acoger alrededor de doscientas personas sentadas. Como suele ser habitual, el público es mayoritariamente femenino, aunque no faltan los caballeros, y eso sí, unos y otros peinamos bastantes canas, pero está claro que el tema y la autora suscitan interés.

Empieza la conferencia con el perfil de una mujer de nombre mínimo, En, iluminadora de manuscritos allá en las postrimerías del siglo X, cuando los catastrofistas anunciaban el final del mundo. García Amo se extiende en explicarnos la dificultad de la escritura de manuscritos, que empezaba con la preparación del propio soporte, el pergamino, y la delicada labor en la que se empleaban después, y a veces durante largo tiempo, escribas e iluminadores, cuyos nombres aparecían al final de la obra, una vez terminada. En el colofón de uno de ellos encontramos En depintrix Dei aiutorix Frater Emeritus et Presbite (En, pintora y ayudante de Dios; Emeterio, hermano y sacerdote). El que aparezca el nombre de ella en primer lugar la respalda como autora principal de las iluminaciones. Trabajó en el Beato de Girona (975), en el que pueden encontrarse 124 miniaturas, algunas de las cuales ocupan 1 o 2 páginas.

De la minuciosidad y detalles de sus trabajos, se desprende que poseía muy buenos conocimientos de teología, algo que sorprende a algunos estudiosos, pues ¿dónde podría haber adquirido estos conocimientos siendo mujer? García Amo explica que el monasterio de San Salvador de Tábara era un monasterio dúplice, es decir de hombres y mujeres. Estos monasterios, que existieron a lo largo de toda la Edad Media, eran fundados por las familias nobles al objeto de recoger en ellos a los hijos e hijas que o bien permanecían célibes, por la razón que fuera, o que mostraban claras inclinaciones religiosas. La convivencia en ellos era plena, participando ambos sexos de todas las tareas, incluidas las formativas. Es decir, estamos ante centros de espiritualidad e intelectualidad. Pese a lo que pudieran pensar algunos —entre santa y santo, pared de cal y canto, recuerda oportunamente el refrán García Amo—, las relaciones sexuales entre ellos eran muy pocas, reduciéndose a lo anecdótico.

Sin salirnos del capítulo de las artes, llegamos en el siglo XIV donde nos encontramos en Toro a Teresa Díez, muralista. Su firma aparece en un mural dedicado a San Cristóbal en la iglesia de San Sebastián de los Caballeros en Toro. Aparece encima de un escudo heráldico, del que se desconoce el significado, la leyenda Teresa Díez me fecit

Teresa díez-san cristobal y firma 

Poco se sabe sobre su vida personal, probablemente fuera monja en el convento toresano de Santa Clara, pero ello no le impidió realizar otros trabajos en la provincia de estilo y características similares.  
Se ha cuestionado si la firma indica autoría material o mera financiación del proyecto, siendo en ese caso Teresa Díez quien hubiera pagado la ejecución, pero no la ejecutante. Este tipo de firmas son muy habituales entre los autores materiales de las obras, por lo que Teresa Díez bien pudo ser uno más de los que dejara su impronta. García Amo cuenta a manera de anécdota que el principal argumento que le han dado para negar la autoría es «ser una mujer». 

La siguiente de nuestras protagonistas detrás de las sombras, también del siglo XIV, era una castellana, en el estricto sentido de la palabra. Isabel Téllez de Meneses, que provenía de familia real portuguesa, se casó con su primo Juan Alfonso de Alburquerque, valido de Pedro I. Perdido el favor del rey, dicen que este lo mandó envenenar. Su viuda se hizo fuerte en el castillo de Montealegre de Campos, fortaleza considerada inexpugnable, y que en aquella ocasión, Téllez de Meneses supo defender y no se rindió. 

Comenta con cierto humor García Amo, que si la señora solo se hubiera dedicado a bordar y suspirar, mal podía haber defendido la fortaleza y mandar aquel grupo de guerreros. Sin duda en su educación también se habían incluido otras disciplinas además del bordado. Prácticamente ninguna noticia hay sobre ella en los libros en lo relacionado con este episodio bélico de la Edad Media. Fue enterrada junto a su esposo en el monasterio de La Santa Espina. 

viernes, 27 de julio de 2018

Número 192. Los monicongos

Los monicongos son dos, y el más chiquitico se parece a vos.
Los monicongos son cinco, y el más chiquitico se mata de un brinco.
Los monicongos son cuatro, y si no te quitas te mato.
Los monicongos son cinco, y al más chiquitico lo atrapo y lo trinco.
Los monicongos son seis, y al más chiquitico lo ensarto al revés.
Los monicongos son siete, y al más chiquitico el grande se la mete.
Los monicongos son ocho, y el más chiquitico tiene pinga y tiene chocho
Los monicongos son cuatro, y al más chiquitico lo entierro y lo tapo
Los monicongos son mil, y el más chiquitico se parece a ti.
Los monicongos son mil, y el más chiquitico es igual a mí
Los monicongos aparecen en las primeras páginas de la nueva novela de Laura Restrepo, Los Divinos
Los monicongos son dos, y el más chiquitico se parece a vos.
Alguien tiene la brillante idea de despertar a otro alguien en medio de la noche para recitarle ese verso un tanto críptico para el lector medio de este lado del charco. ¿Quiénes son los monicongos y qué papel van a desempeñar en la historia que el lector apenas empieza?
Google ayuda poco sobre estos monicongos, hay noticias vagas y casi contradictorias sobre ellos, pero todo parece apuntar que son seres fantásticos, del tipo de los gamusinos, con los que las abuelas colombianas entretejían historias encadenadas y acumulativas con las que entretener a los nietecillos, incluso de meterles un poco de miedo, pues a todas luces parece ser que los monicongos son seres maléficos que intervienen en los conjuros, muñecos de vudú con los que inferir males sin cuento a nuestros enemigos sin tan siquiera acercarnos a ellos.
En realidad la historia que se cuenta en Los Divinos es sabida, sabida por la mayoría de los colombianos que asistieron atónitos a través de los periódicos al macabro asesinato de una niñita, sabida para los lectores antes de abrir el libro, pues en la contraportada se da noticia de los hechos que inspiraron la novela. 


Sin embargo, saber lo que va a pasar no le quita un ápice de interés, y uno se sumerge sin notarlo en la primera parte de la novela, esa en la que se van describiendo, profundizando en sus circunstancias y en su forma de ser, unos personajes inventados —según se nos dice también en la contraportada— perpetradores del horrendo crimen.

Como en ocasiones anteriores  —recuerdo algo parecido de Delirio— Restrepo ha ido mucho más allá de la crónica periodística, del morbo que suscita la lectura de ciertos detalles —en esta novela digamos que se han reducido a los imprescindibles para que el lector pueda hacerse una idea— para profundizar en los personajes, más en sus circunstancias que en su psicología, que se nos plantea como fruto de aquellas.   
Pertenecen a la clase alta bogotana, se nos dice, exactamente no todos, pero sí que han adoptado un apodo, un nombre grupal que roza la cursilería de los pijos, de los fresas, de los pitucos, de los gomelos, que así se los denomina en Colombia, aunque creo que la palabra no llega a aparecer en la novela. Se hacen llamar los Tuttis Fruttis y adoptan como lema el de los viejos mosqueteros: Uno para todos, todos para uno, convenientemente adaptado.
La historia se nos cuenta a través de uno de de ellos, sin duda el que presenta más matices en su psicología, porque del resto se puede decir que son lineales y casi previsibles, que se ven venir... Y hay una mujer, Alicia, a la que apodan Malicia, que de personaje secundario «un poco bruja», se nos dice— va creciéndose para terminar casi en un «cherchez la femme».
Imagen de Laura Restrepo 2013

Sería muy simple decir que la autora está buscando una razón a la sinrazón, porque de ninguna manera Restrepo trata de explicar un crimen, sino más bien de describir la sociedad que lo hace posible, en la línea de todos somos algo culpables. Los protagonistas de esta historia no son monstruos que han nacido con cuernos y cola, son chicos que podríamos llamar «normales», no llaman la atención en la sociedad en la que viven, ni tan siquiera ese desprecio que todos ellos, de una o de otra forma, manifiestan hacia las mujeres, porque lo que está latiendo de esta novela es que los crímenes horrendos se gestan por personas normales dentro de sociedades normales, pero que parten de unos valores falsos: la amistad mal entendida que lleva a sostener fidelidades y promesas más allá de lo moral, una falta de valores éticos, una falta de moralidad, en definitiva, que hace a unos aproximarse al mal y a otros sostenerlos, apoyarlos en sus errores: uno de los nuestros se ha equivocado, pero es nuestro deber apoyarle. 

Y en medio de todo ello un desprecio absoluto por la mujer y por las clases sociales más bajas, el Muñeco contempla el barrio de los pobres desde la altura de su apartamento de lujo como algo que le pertenece: el barrio y sus habitantes. A la niña la mata por ser mujer, niña y pobre, y seguramente en este orden, en definitiva algo al servicio del macho que se cree claramente superior.

Narrar una historia desde el lado de los malos no es fácil, otros lo han hecho y han conseguido obras maestras, pero no suele ser lo habitual. Restrepo consigue llevarnos a ese lado sin llegar a crearnos ninguna simpatía por esos malos que se ven entre la espada y la pared. Ni tan siquiera el narrador, pusilánime y atrapado por las circunstancias logra arrancarnos algo de simpatía.

Al final es terrible darse cuenta de que 
los monicongos son mil, y el más chiquitico es igual a mí

Un buen libro lleva a otro y este me ha hecho recordar que tenía sin leer A sangre fría, y he querido ponerle remedio sin tardanza.