martes, 31 de mayo de 2016

Número 121. El doncel de don Enrique el Doliente: Allá van leyes...

... do quieren reyes.
Mis arreos son las armas,
mi descanso es pelear,
mi cama las duras peñas,
mi dormir siempre velar. 
Con estos versos del Cancionero general nos pone Larra en ambiente de su novela. Y por si quedan dudas, el primer capítulo está dedicado por entero a ponernos en situación histórica, de modo que casi hace del primer capítulo u comentario de texto. El primer párrafo nos da ya algunas claves.
Antes de enseñar el primer cabo de nuestra narración fidedigna, no nos parece inútil advertir a aquellas personas en demasía bondadosas que nos quieran prestar su atención, que si han de seguirnos en el laberinto de sucesos que vamos a enlazar unos con otros en obsequio de su solaz, han menester trasladarse con nosotros a épocas distantes y a siglos remotos, para vivir, digámoslo así, en otro orden de sociedad en nada semejante a este que en el siglo XIX marca la adelantada civilización de la culta Europa. 
El lector tiene ante sí una novela, una obra literaria recreada para su solaz. Lo que se le va a contar no es en modo cierto, en todo caso recreado, y desde luego lejano, en el tiempo y en el espacio, de la civilizada Europa que tanto admira el autor. Estamos en la oscura España medieval, donde la barbarie y la ambición imperan frente a la tímida delicadeza de trovadores y juglares, donceles nobles y cultos al servicio de sus reyes.


El Doncel en la Catedral de Santa María de Sigüenza (Guadalajara)

Antes de proseguir, recordemos que un doncel era en la Baja Edad Media un joven, hijo de nobles, que se formaba primero como paje al servicio del rey o de los grandes señores para pasar luego a formar parte de un cuerpo especial de la milicia. El más famoso de estos personajes, debido a su extraordinaria tumba en la catedral de Sigüenza, es el llamado Doncel de Sigüenza, que se nos muestra como un hombre culto y sereno, que se entrega plácidamente a la lectura, totalmente alejada la imagen de un guerrero en el campo de batalla.

El doncel de don Enrique, Macías, será también un hombre culto, pero sobre todo enamorado de una dama de hermoso nombre, Elvira, casada, y por tanto incapaz de poder corresponder a su amante.

No obstante, no adelantemos acontecimientos. Son tiempos turbulentos, los nobles son ambiciosos y no se paran en barras a la hora de conseguir sus propósitos. El pueblo sufre con frecuencia sus desmanes y caprichos, aunque esto no sale en la novela, o no sale mucho. Nos movemos en una atmósfera palaciega en la que la voluntad de los poderosos se impone, incluso por encima de las leyes sagradas impuestas por Dios para el matrimonio:
—Decís bien, pero como allá van leyes... No os enojéis, haré por enfrenar mi lengua. ¿Sabéis la historia del rey don Pedro?
—¿Y bien?
—Casado estaba con doña Blanca de Borbón... y casó sin embargo con la Padilla...
Los reyes pueden incluso cambiar el curso de la misma Naturaleza, y en un relato en el que abundan las descripciones de todo tipo, sobre las que volveremos, nos sorprende Mariano José de Larra con un pasaje sobre el paisaje de Madrid que bien podría haber sido firmado por un activista del ecologismo en pleno siglo XXI. ¡Cuántos árboles no se talan en pro del progreso o de las necesidades de los hombres!
El implacable leñador ha derrocado por el suelo con el hacha en la mano la erguida copa de los pinos y robles corpulentos para satisfacer a las necesidades de la población, considerablemente acrecentada, y el hombre ha venido a hollar la magnífica alfombra que la Naturaleza había tendido sobre su suelo privilegiado; ha tenido fuerzas para destruir, pero no para reedificar; la Naturaleza ha desaparecido sin que el arte se haya presentado a ocupar su lugar. Inmensos arenales, oprobio de los siglos cultos, ofrecen hoy su desnuda superficie al pie del caminante; al servir los árboles de pasto al fuego insaciable del hogar, los manantiales mismos han torcido su corriente cristalina o la han hundido en las entrañas de la madre tierra, conociendo ya, si se nos permite tan atrevida metáfora, la inutilidad de su influjo vivificador. Madrid, el antiguo castillo moro, la pobre y despreciada villa, ciñó mientras fue olvidada de los hombres la suntuosa guirnalda de verdura con que la Naturaleza quiso engalanarle, y Madrid, la opulenta Corte de reyes poderosos, término de la concurrencia de una nación extendida, y tumba de sus caudales inmensos y de los de un mundo nuevo, levanta su frente orgullosa, coronada de quiméricos laureles, en medio de un yermo espantoso y semejante al avaro que, henchidas de oro las faltriqueras, no ve en torno de sí, doquiera que vuelve los ojos, sino miseria y esterilidad.
¡Qué pensaría hoy Larra del desierto total en que se han convertido los alrededores de Madrid, y de esos neumáticos viejos que envenenan el aire a pocos kilómetros! 


Una vez puestos en antecedentes históricos de la época en la que se desarrolla la historia, esta arranca con unas escenas de caza y diversión en un entorno bucólico, donde a los monteros no se les escapa una pieza, y sus señores descansan en ricas y recamadas tiendas y calzan espuelas de oro. 

Nos encontramos ante una obra tremendamente visual, extraña que no haya sido llevada al cine todavía, pues da pie a que todos los oficios se luzcan en esa hipotética película.


Colaboración para el club de lectura La Acequia.

2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Una de las cosas más extrañas que pasa nuestros personajes históricos y narraciones es que el cine o la televisión española hayan dejado tantas cosas sin recrear modernamente. Ay, si estas novelas hubieran sido americanas...
Me gusta tu mención al pasado-presente, es una buen visión de la intención de estas novelas.

Abejita de la Vega dijo...

Una buena introducción la tuya también. Larra se empeña en darnos una lección de Historia y con todo desparpajo nos dice que no busquemos documentación, pues no la hay, que todo es ficción. Un telón de fondo medieval para contarnos lo suyo, que eso sí era real y lo precipitó a la muerte con veintiocho añitos. Adulterio, divorcio, desamor y amor desgraciado, muy adecuado para regalar al futuro esposo.
En Madrid duele la palabra árbol. Ya entonces...increíble.
Besos Carmen.