lunes, 13 de febrero de 2017

Número 151. Patria. De la cárcel se sale, del cementerio no

La presentación estaba a punto de terminar, las preguntas, los comentarios se iban disolviendo y el autor se pasó nervioso el dedo índice por el cuello de la camisa para aflojarlo un poco.

Siempre igual, las mismas preguntas, los mismos comentarios, todo ello iba en el paquete de la promoción y del contrato, pero tanto y tanto siempre lo mismo ya iba cansando un poco. Tenía ganas de terminar, no solo aquella sesión, sino toda aquella cadena de éxito, deseaba poder entregarse ya totalmente a los nuevos proyectos que bullían en su cabeza, y que la gente empezara a olvidarse de él.


Pintada callejera: "Presoak kalera"


Los dos asistentes al final de la sala le habían llamado la atención desde el primer momento, parecían desentonar en aquel ambiente, pero le resultaban enormemente familiares. 

Ruido de sillas, empezaba la sesión de firmas, uno y otro y otro... y ellos seguían allí, esperando. El mayor llevaba una camisa de cuadros, jersey por los hombres al estilo PNV y una chapela tirando a discreta, su acompañante casi repetía el atuendo, pero en vez del jersey por los hombros se abrigaba con una pulcra chaqueta de punto, sin duda la chaqueta de los domingos. Esperaban pacientemente, no parecían tener prisa, y cuando todo hubo terminado y el autor se disponía a marchar, el mayor de ellos se le acercó, no sin antes quitarse la chapela y sujetarla con la mano izquierda, mientras que le tendía la derecha:

—Hola, don Fernando ¿cómo está? 

El autor titubeó. Desde que el maestro don Miguel empezó a hablar con sus personajes no debería extrañar que estos abandonaran el mundo de la ficción para hacer incursiones en la vida real, pero aquello no podía ser posible.

—¿Joxian?

—Sí, el mismo. Aquí, Joseba, un compañero de mus. 

—Encantado —y el autor sorprendido tendió la mano a los dos.

Joxian tragó saliva y haciendo un pequeño esfuerzo fue al grano:

—He venido a pedirle un favor, un gran favor, pero sé que usted podrá.

—Si en mi mano está... —respuesta de compromiso porque no tenía ni idea en qué podía ayudar él a su personaje, la novela ya estaba escrita y varias ediciones habían salido una tras otra y atestaban las mesas expositoras de las librerías.

—Joxe Mari va a salir de la cárcel, en quince días le tendremos en casa. Su amá, la Miren, no se lo termina de creer... Bueno, en realidad no nos lo terminamos de creer, pero después de tantos años todo llega.

—No sabía, como comprenderá yo... —el autor empezaba a titubear, aquello había sido no solo una sorpresa porque uno de sus personajes se le presentara, sino porque parecía venir a relatarle cómo seguía la vida. El punto final lo había puesto él, pero parecía que la historia no terminaba donde él lo había puesto.

Joxian suspiró y puso una mirada en el infinito:

—Ya me lo dijo Josetxu, ¡pobre Josetxu, cómo se le llevó la pena!, aquel día me dijo: «De la cárcel se sale alguna vez. De la tumba no se sale nunca», y me lo he repetido todos los días.  

—Cierto, y el tiempo pasa para bien o para mal. Me alegro por ustedes, me alegro sinceramente, de que Joxe Mari vuelva al pueblo y emprenda una vida normal. 

—Ese es el favor que quería pedirle.

—¿Cómo? No entiendo.

—Sí, Joxe Mari no puede volver al pueblo y hacer una vida normal.

—Perdone, pero no le entiendo.

—Sí, sí me entiende. Ni antes ni ahora los expresos, por mucho que hayan purgado sus culpas, pueden hacer vida normal, todo les persigue, y más en su pueblo, los unos o los otros, y cuando no, son los recuerdos. Además, Joxe Mari ¿de qué va a vivir? Nosotros no tenemos ni una tienda ni un taller donde emplearle, Joxe Mari se tiene que ganar la vida porque yo tampoco duraré mucho y mi pensión ya ve, y él no tiene ningún oficio, usted lo sabe. En la cárcel se ha pasado demasiado tiempo entre castigos y purgas, y cuando no, pues filosofaba mirando al techo. No ha aprendido un oficio, como hacen otros, que incluso llegan a matricularse en la Universidad.  

El autor estaba asombrado. Ni en sus momentos más locuaces, el taciturno Joxian había hablado tanto, pero ahora parecía lanzado.

—Yo sé que usted puede buscarle un trabajo en Donosti. Allí no le conocerá nadie, podrá hacer su vida, y podremos verle y venir a casa los domingos a comer el bacalao de su amá. No hace falta que sea mucho, ya sabe, una portería, un puesto de mozo de almacén, quizá celador en alguna clínica... La portería estaría bien, sobre todo si va con vivienda...

—Perdone, Joxian. ¿Por qué cree usted que yo puedo conseguirle eso a su hijo? Como usted sabe, yo no vivo aquí y todo este barullo que me rodea ahora —el autor hizo un gesto circular con la mirada— es puro... no sé. En realidad tengo pocos contactos, pocos..., no sé si...

Joxian había dicho lo que tenía que decir y no insistió. Se volvió hacia su acompañante, que no había abierto la boca en todo el tiempo, y cogió de su mano una bolsa de supermercado:

—Tenga, no le molesto más. Ya sabe, usted sabe bien que le debe esa oportunidad a Joxe Mari, usted puede, désela. Estos tomates de mi huerto son para usted, ya sabe, no les ponga vinagre, solo sal y aceite. Buenas noches, don Fernando, y que siga usted con sus éxitos. Nosotros ya nos vamos. 


plantas de tomate
Tomateras en un pequeño huerto en Ugarte (Vizcaya)

Comentario para el club de lectura La Acequia

miércoles, 8 de febrero de 2017

Número 150. Patria. Entre unos y otros

Vargas Llosa, la gran vaca sagrada de las letras hispanas, no podía faltar en la serie de opiniones «oficiales» y favorables a Patria, para lo que publica en El País un artículo titulado «el país de los callados». Aparte de poner la novela por las nubes y alabar a su autor, como corresponde, se permite destripar el desenlace con un párrafo que a mi me deja un gusto amargo y me sube algún entero en mi desestima por tan prestigioso autor. 

No lo cito a propósito, el que tenga interés que vaya a buscarlo, pero no me parece muy edificante que Vargas Llosa tenga esa visión tan caínita de los vascos, y por extensión de la humanidad, incapaces de fundirnos en un abrazo sincero. 

Para rematar la faena oigo por la radio que Rajoy, que no sé si ha llegado a leer la novela entre página y página del Marca, también recomienda Patria, así que con semejantes recomendaciones estoy por desleer lo leído. Menos mal que en su momento otros más fiables fueron los que aconsejaron.

Sigo echando de menos, no obstante, en este tropel de críticas y comentarios alguno que venga desde dentro del País Vasco, de esos vascos de a pie que por fuerza tienen que ser el fondo y el paisaje de la novela, de grandes y pequeñas ciudades, obreros y estudiantes, abogados, algún periodista de segunda fila... Supongo que llegarán.


Vista de La Arboleda (Vizcaya) con banderas del Atletic y de acercamiento de presos en los balcones
La Arboleda (Vizcaya)
Mientras tanto, y no decidiéndome por criticar las excesivas cursivas del texto, recuerdo que decía por algún lado el profesor Ojeda, director de la tertulia literaria a la que va dirigida este comentario, que un buen libro es aquel que te lleva a otros, y puesta a ver las cosas desde dentro me zambullo en la relectura de Euskal Poesiaren Antologia, que como su nombre indica es una antología de la poesía vasca contemporánea, prologada y seleccionada por Iñaki Aldekoa y publicada por Visor en 1991. 

Allí, en textos paralelos con el original en las páginas pares y la traducción al castellano en las impares, voy pasando por los sentimientos de algunos vascos —y aquí sobraría el vascas, porque lamentablemente no hay mujeres en la antología— que supieron poner en verso sus sentimientos ante la vida.

De ellas extraigo Demboraren Marka (La huella del tiempo) de Mikel Lasa con traducción de G. Markuleta).  


Ene biziaren tristeziazko
sinoak
zeinek bait du urtean zehar
biziaren hari guztia kolorazten
zeinet bait du ene argeiaren eskultura
behara zimurrez markatzen. 

Itsas-ontzi aintzinako kobrearen metal zaharrak

es du ene itxura tristearen tristura
eta plaia-hondar.hustuak udakenan
ez du ene etsipenaren zapore garratza.

Tamariza eta pikindaoak 
nere haurtzaroko izarotik
denak erroz desustraituak izan dira denak!
Izagak soilik haizeari buru emanaz
tristeziazko salmoak
murmurazen dituzte
ipar-haizearen eraginez ta berresaten: 

«Oi gure denbora hunen desolamentua!»
El triste sino de mi vida
que a lo largo del tiempo
da color al hilo de mis años
cincela los perfiles de mi rostro
con surcos verticales 
y rodea con un halo de desaliento mis ojos.

El cobre avejentado de las barcazas antiguas
no tiene la tristeza de mi rostro sombrío.
La playa en otoño, despoblada de arena,
no guarda el gusto amargo de mi desesperanza.

Tamarindos e higueras
arrancados fueron todos de raíz
del islote de mi infancia.
Solo los juncos se enfrentan al viento
y murmuran tristes salmos
fustigados por el cierzo y repiten:

«¡oh desolación de nuestro tiempo!».

lunes, 6 de febrero de 2017

Número 149. Figuras ocultas y olvidadas

La recomendación de ver la película Figuras ocultas me llega casi a la vez por varios sitios. Y además, como guinda del pastel, hay quien me dice que uno de los malos de la peli es un IBM, uno de aquellos cacharros que ocupaban una sala enorme. 

Pues sí, me ha gustado y yo también la recomiendo, la recomiendo más allá de que sea un producto típico de Hollywood muy en la línea de esas increíbles historias de superación que nos ponían en la tele de sobremesa los fines de semana antes de que nos invadieran las edulcoradas series alemanas, que a todo hay quien gana. 

La NASA, recién iniciados los 60, la carrera espacial despegando con los ojos puestos más en la Unión Soviética que en los propios proyectos y allí, en el west group, un grupo de mujeres negras hace cálculos a mano o como mucho con la ayuda de aquellas calculadoras que...

Para los que hemos trabajado en una compañía estadounidense, aunque sea a este lado del charco, hay muchas cosas que nos son familiares. Ya tuve esa sensación cuando aquella otra peli sobre el Apolo 13, porque siempre flota en el ambiente esa forma de trabajar en grande espacios y un jefe que supervisa en mangas de camisa desde la pecera, y ello aunque ya no haya peceras y los grandes espacios se hayan compartimentado por aquello de la confidencialidad. 

En más de un momento no puedes por menos que sentirte en la piel de esas mujeres, en la impaciencia por ir a hacer pis, en ese volver a casa de noche y que los niños estén todavía despiertos, la figura de la abuela... ¡y el IBM!

Poco creíble la chiripa de la chica lista, Dorothy Vaughan, que se cuela en la habitación solitaria del IBM, un IBM que los chicos listos no han sabido poner en marcha, y ella va, coge un paquete de ficha al buen tuntún, las pone en la lectora, toca un cablecito en algún sitio y aquello se pone en marcha, unidades de cinta incluidas, que siempre han sido las que mejor dan en cámara. Poco creíble la historia, cosas del cine.

Más creíble me parece la Dorothy empollándose un libro de FORTRAM a fin de estar preparada para lo que se avecina y transmitirle ese conocimiento a sus chicas. ¿Pondrían aquellas matemáticas la misma cara de asombro que mi amiga Pilar, aquel día que faltó a clase, y me tocó explicarle que  x = x +1?

Nuestros primeros programas en FORTRAM IV en el Centro del Cálculo de la Complu, con Encarna ayudándonos con la perforadora y el lío de las fichas de colores para las fichas de cabecera, las de control, los datos... Todo eso una década después de que Dorothy echara a andar la máquina por arte de birlibirloque, pero en el fondo sintiéndote en esa piel, aunque afortunadamente nadie se metiera con su color, pero sí todavía algo con tu sexo: estos puestos no son adecuados para mujeres.

«Todos meamos del mismo color», dice furioso el gran jefe blanco al enterarse de que su calculadora más eficaz se ausenta mucho tiempo de su mesa porque tiene que ir a hacer pipí al servicio reservado para las trabajadoras de color, colored, situado a un kilómetro de distancia. Y sin llegar a esos extremos, la sorpresa que nos llevamos cuando recién aterrizados en el nuevo edificio que decían inteligente comprobamos el primer día que el número de aseos femeninos era bastante inferior al de masculinos y además estaban más lejos. Eso sí, nuestros IBMs contaban con unos espaciosos aseos en el sótano del edificio, un sótano donde los trabajadores se contaban con los dedos de una mano pero las máquinas abundaban. 

Me informa la Wikipedia que Katherine Johnson todavía vive, que ha recibido numerosos reconocimientos y premios... y que fue una de las que llegó a la luna sin moverse la tierra, pero imprescindible su labor calculando trayectorias y compitiendo, todavía entonces, con las máquinas. 

¿Y qué decir de Mary Jackson la ingeniera que se codea con los científicos más cualificados de la NASA? Lanzada hacia adelante, le da un argumento irrebatible al juez que tiene que autorizar su entrada en una escuela de blancos para seguir sus estudios: «ser el primero en algo». Por necesidades del guión, la película hace coincidir la lucha de Mary por ser ingeniera con las de las otras dos protagonistas, pero en realidad y según su biografía, Mary obtuvo su promoción de matemática a ingeniera en 1958.

¿Dónde estaban estas mujeres sobre las que nada sabíamos hasta ahora?


miércoles, 1 de febrero de 2017

Número 148. José Luis Sampedro, in memoriam

Hoy habría cumplido 100 años José Luis Sampedro. En este país de longevos, cada vez más, el profesor Sampedro no los alcanzó por poco.

Supe de su existencia allá por el otoño de 1970, recién puesto el pie en la facultad de Económicas, en Somosaguas. El profesor de teoría económica nos recomendó Las fuerzas económicas de nuestro tiempo, y ese fue mi primer libro de economía. Era un libro raro que hablaba del yin y el yan, y si no hubiera sido porque el mismo profesor de teoría ya estaba completamente sumergido en las curvas de oferta y de demanda, yo habría pensado que la economía era una disciplina rara y que nada tenía que ver con lo que había pensado que era al elegir la carrera.

En segundo llegó el imprescindible Estructura económica como manual de la disciplina. Creo que en aquella etapa nunca le puse cara, nunca coincidí con él, ni me dio clase ni asistí a ninguna conferencia, pero estaba allí presente. Tiempos, por cierto, en que al final del aula siempre había un policía y las asambleas, que abundaban, se disolvían a porrazos entre carreras y un ¡sálvese quien pueda!

Aunque siempre estuvo ahí, el profesor Sampedro desapareció de mi vida universitaria, yo terminé la carrera y busqué un trabajo...

Mi reencuentro fue cuando empezó a escribir novelas, ni tan siquiera estaba segura de encontrarme ante la misma persona. Creo que la primera que leí fue Octubre, octubre, y desde ella me fui enganchando al resto, hacia adelante, según iban saliendo, La vieja sirena, La sonrisa etrusca..., y hacia atrás: El río que nos lleva, que mucho después y en relectura comentaría en este mismo blog, y El congreso en Estocolmo, que por alguna rara premonición terminó siendo mi favorita. Nada me decía entonces que bastantes años después yo también asistiría a alguno de esos congresos y conocería a colegas de otras partes del mundo, y conocería algo de ese ambiente cosmopolita que tan bien describía el profesor Sampedro.

No recuerdo cuándo terminé de ponerle cara y cuándo lo vi en persona, pero sí recuerdo una intervención en una mesa redonda en el auditorio de IBM para hablar ¿de qué? Ni me acuerdo ni me importa, porque yo estaba allí para tener al profesor, al gran ser humano, a media distancia. Recuerdo que dijo no tener coche, aunque él usaba el coche, supongo que de amigos y parientes, que escribía de mañana sentado en un sillón sobre hojas escritas por una cara, y como no podía ser menos dado el lugar en el que estábamos, alguien le recomendó utilizar un portátil que podía utilizar sobre las rodillas, igualito, igualito que estoy haciendo yo ahora para escribir estas líneas. A Sampedro no parecía gustarle la idea pero siguió con su jovialidad atendiendo preguntas y comentarios sobre los valores positivos de las nuevas tecnologías. 

La anécdota de la sesión vino cuando una señora sentada en primera fila, probablemente una fiel seguidora de Sampedro y todas sus intervenciones, dijo sentirse como «un pulpo en un garaje», ya que se había equivocado y ella no entendía nada de lo que allí se había dicho, pero que era igual porque le gustaba cómo hablaba el profesor...

—¡Por favor, que esta señora no se llame pulpo!— exclamó el profesor y el auditorio, como no podía ser menos, aplaudió.

La muerte de Sampedro me sorprendió dando unas charlas sobre refranes en unos cursos de adultos en Carabanchel. A Sampedro lo había citado como uno más entre los autores que utilizan refranes en sus obras, pero al saltar la noticia modifiqué a toda prisa la presentación que tenía que hacer al día siguiente, teóricamente la misma, para darle protagonismo. 

Y elegí lo que tenía a mano, pero que me pareció significativo: un meme de los que corrían por Twitter y un texto, relativamente reciente (Escribir es vivir, 2005), donde el profesor citaba, precisamente, el libro que fue mi primer contacto con la economía, el ciclo parecía cerrarse: 

Fotografía de Sampedro con el texto sobrescrito: "El tiempo no es oro, el tiempo es vida"



Mi idea del tiempo entra en total contradicción con la conocida frase de «El tiempo es oro». Esa frase de uso muy extendido tiene su origen en el siglo XVII. Es de un predicador cuyo nombre no recuerdo ahora, aunque podríamos decir que quien la «lanzó al mercado» fue Benjamín Franklin, con la expresión time is money, Y eso fue definitorio. De Franklin todo el mundo ha oído hablar, del predicador no, pero investigué esta cuestión cuando escribí Las fuerzas económicas de nuestro tiempo, libro en el que criticaba el reduccionismo económico. Es una frase que yo rechazo rotundamente porque define todo un modo de vivir, define el tipo de civilización actual.
Pero cuando decimos «el tiempo es oro», que es como decir «el dinero es la medida de todas las cosas», estamos reduciendo todo a lo que da el oro, al dinero, a términos económicos. El tiempo no es oro, el tiempo es vida. Cuando yo me muera, se acabó mi tiempo. El tiempo que yo he tenido es la vida que yo he desarrollado desde el momento de nacer hasta el de morir. Los demás tendrán otro tiempo, la Tierra seguirá dando vueltas durante miles de años, pero mi tiempo vital, el tiempo que a mí me importa, es la vida, mi propia vida. Y reducir el tiempo a dinero, es reducir la vida a dinero. Equivale a decir «lo que no da dinero, lo que no vale dinero, no importa, no es vida», lo cual es un reduccionismo economicista absolutamente aberrante; es infundir una economía de mercado con una sociedad de mercado. Vivimos en una sociedad que da valor a lo que tiene precio en el mercado y no valora lo que no lo tiene (los resaltados son míos).  
Hoy he asistido al acto del centenario en la BNE, Los que lo conocieron bien, Carlos Berzosa, Emilio Lledó y Olga Lucas, han hablado de su figura, pero también ha habido intervenciones del público para recordar cuando visitaba institutos, daba conferencias, el 15M o cuando apoyó a los acampados de SINTEL


José Luis Sampedro sigue entre nosotros.