domingo, 29 de septiembre de 2013

Número 36. La nueva Caperucita... o tres cuentos nada correctos


Hoy vamos a dedicar el post a las nuevas versiones de tres cuentos clásicos, que poco tienen que ver con las que nos contaron en nuestra infancia, pero que a lo mejor no están tan alejadas de cómo fueron en sus inicios.
Son tres historias, que suele contar a modo de chistes mi amigo Pablo, y es una pena que de momento no dispongamos de una grabación porque la mímica es importante. Haremos lo que podamos y suplan ustedes las deficiencias del medio.

La nueva Caperucita  

Pues en esto que va Caperucita Roja  a casa de su abuelita, pero, ¡madre mía, lo que lleva en la cesta!: whisky, marihuana, coca... bueno, menos leche y miel cualquier cosa se puede encontrar en la cestita, porque ¡menuda es esta Caperucita!

—Hija, ten cuidado cuando pases por el bosque —le dice la madre en ese tono que ponen las madres— porque ahora está el hijo del lobo aquel, que es... ¡menudo cabrón!

—¡Lobitos a mí! —piensa Caperucita cogiendo su cestita bien provista. 

Y alegre y contenta se interna en el bosque cantando el Lalalá larita y a la tercera curva del camino se le aparece el lobo sonriente: 

—Hola, Caperucita, ¿a dónde vas con esa cestita?

—Pues a casa de mi abuelita, ¿no te sabes el cuento, lobo tonto?

—¡Ah, pero sabes quién soy! 

—Claro, lobito, que tú eres el hijo del otro lobo.

—¡Menos palabrería! —dice el lobo de mal humor, y sin más dilación coge a Caperucita la lleva detrás de un matorral y se la folla.

Entonces la Caperucita se echa a llorar desconsolada:

—¿Pero qué te pasa ahora? ¿Por qué lloras? —pregunta el lobo desconcertado.

—Porque a ver cómo cuento yo ahora a mi abuela que me has echado tres polvos.

—¡Eh, eh, guapa! Que ha sido solo uno. 

Caperucita cambia el tono, se pone mimosa y acaricia la mejilla del lobo (o del que escucha el chiste):

—¿Tienes prisa, lobito?


Los siete enanitos

Vuelven los siete enanitos de trabajar uno detrás de otro cantando su canción:

—¡Ay, bo, ay booo! A casa a descansar...

Y de pronto se para el primero de golpe y todos detrás de él.

—¡Ay va! ¡Una muchacha en nuestra cama! —dice el primero y la noticia se propaga por toda la fila, volviendo cada enanito la cabeza para contárselo al compañero.
—¡Una muchacha en nuestra cama!

—¡Una muchacha en nuestra cama!

—¡Una muchacha en nuestra cama!
...

—¡Y está desnuda!  —exclama el primero. Y la noticia hace eco en la fila:

—¡Y está desnuda!

—¡Y está desnuda!

—¡Y está desnuda!

 ...

—¡Y ahora se levanta!

—¡Y a mí!

—¡Y a mí!

—¡Y a mí!

...

La Cenicienta

Se dispone Cenicienta a ir al baile, pero esta vez nada de calabazas convertidas en carrozas, ni ratones en lacayos, sino un vestido último modelo, zapatos de tacón... pero eso sí, la madrina le da las últimas y necesarias advertencias:

—Y recuerda que tendrás que estar en casa antes de las doce porque de lo contrario el chichi se te convertirá en melón.

—¡El chichi en melón! —exclama incrédula Cenicienta. 

—Sí, exactamente. Tú no me hagas caso y ya verás lo que es tener un melón ahí —se reafirma la madrina apuntando con su varita mágica precisamente "ahí".

Cenicienta se despreocupa, llega a la fiesta, y el príncipe nada más verla no quiere estar con ninguna otra y le dice:

—Hoy serás tú mi invitada especial, así que te sentarás a la mesa conmigo y con mis padres.

Halagada Cenicienta, viviendo un auténtico cuento de hadas, acepta la invitación, pero no se olvida de la advertencia de la madrina:

—¡Encantada!, pero me tengo que ir pronto, porque a las doce tengo que estar en casa.

Concede el príncipe con una inclinación de cabeza y conduce a Cenicienta a la mesa de presidencia, y efectivamente, esa noche ella es la invitada. El príncipe no le quita los ojos de encima, y durante toda la cena se muestra arrobado por su belleza.

Llega la hora del postre y sirven melón, fruta que agrada mucho al príncipe, por lo que saltándose el protocolo coge la raja con las manos y empieza a pegarle mordiscos con deleite,  no importándole que la agüilla le caiga por la barba. 

Cenicienta no puede dar crédito a lo que ve, y todos los demás, acostumbrados a los caprichos del príncipe, no parecen reparar en la descortesía que supone comer la fruta así. Complacido el príncipe se limpia la barbilla y se vuelve a Cenicienta:

—Por cierto, guapa, ¿a qué hora dices que tienes que estar tú en casa?

—¡Yo! Pues, pues no sé, a las cuatro, a las cinco... con tal de que esté antes de que pase el lechero.


Y colorín colorado.

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